LA ABUBILLA

 


    Hay días que me fijo de forma especial en los pájaros, por aquí se oyen mucho y se ven muchos, los hay muy distintos y ya logro clasificar unos cuantos a cierta distancia (jilgueros, verderones, herrerillos, abejarucos, alondras, el martín pescador, mirlos, golondrinas, vencejos, aviones y muchos más). En mi terraza tengo un bebedero de arcilla en forma de botijo sin pitorro (el artilugio es de difícil descripción y no viene al caso perder el tiempo en eso, imaginarse el típico botijo color barro) que atrae a pájaros y a otros bichos (los otros suelen ser avispas), habitualmente, extiendo a su alrededor migas de pan y cereales y se acercan para picotear, los que más, gorriones y el colirrojo tizón. Antes de estar en Valdeltormo, estuve en Cedrillas y no se veían ni oían tantos pájaros como aquí, ni siquiera en el bosque. 

    Han sido y son mensajeros, alegría y tristeza y reflejo en mi espejo. 

    Si pienso en mi pasado, aparte de deprimirme y de otras muchas cosas más, si en este pensamiento me centro en la relación que he mantenido con esos alados ángeles, simplemente, solamente analizando ese lazo que nos ha unido buena parte de esos 58, puedo ver cómo ha sido mi vida, en este maridaje puedo palpar mi yo. 

    Desde que me recuerdo, siempre he tenido una atracción hacia ellos, conexión que ha ido cambiando con el paso del tiempo, como sucede con la mayoría las cosas que nos rodean, ya que todo es volátil y pasajero; piensas que estás aferrado a pensamientos, seres vivos, objetos o lugares, pero la realidad es que, un día, esos abren sus alas y se alejan y, mientras los ves surcar los cielos, uno nuevo se posa a tu lado y te encariñas de él y tienes desde ese instante que hacer un esfuerzo para recordar aquel que partió. 

    De muy pequeño me quedaba embelesado con los que estaban enjaulados, por ejemplo con los 13 canarios del portero de Perpignan, que un día alguien abrió la puerta de sus jaulas y volaron sin regresar jamás; o el jilguero de mi abuela, que murió infartado después de un fallido zarpazo gatil; los miraba con curiosidad, quizá atraído por sus colores y su piar, pero no debí tardar mucho en sospechar que aquella carcelaria vida no podía dar verdadera alegría, adiviné su rendición y su ansia de libertad ya perdida y entonces, en aquellos años, los sentí, a esos enjaulados, con cierta tristeza; quizá ese sentimiento fue despertado por la canción de Pierre Perret. 

    Mi gata, de vez en cuando, entraba en casa a toda prisa con uno (pájaro) en la boca, lo soltaba en una habitación para, ya el pájaro sin escapatoria entre las paredes del cuarto de dormir, volverlo a cazar (este era su plan), pero siempre que llevaba al pajarito a la habitación y soltaba la presa para que volase en el habitáculo, el ave ya había perdido la facultad de volar, estaba muerta, el gorrión sin respiración yacía inerte en el suelo, ella lo miraba, le daba con su patita de suave manera invitándole a moverse, entonces entristecía (ella, la gata), no por pena hacia el difunto, sino porque su divertido plan, otra vez más, había fracasado, la idea de poder recazarlo repetidas veces en aquel lugar sin escapatoria para el pajarito no iba a poder ser; entonces, viendo que la reacción del muerto era nula, lo cogía con las patas delanteras y lo tiraba al aire y, antes de que se golpease contra el suelo nuevamente, lo dentellaba, volvía a cazarlo, así hasta que el gorrión se quedaba casi totalmente desplumado, no veas las plumas que puede llegar a tener un pajarillo; a mi madre, que era la que limpiaba en casa de machos, eso no le gustaba, pero en cambio para mí aquella imagen despertó un interés que iba a suponer un cambio en mi relación pajaril, pensé que lo de cazar pájaros podía ser divertido y este pensamiento me lanzó a los 12 a otro sentir, otro lazo con los pájaros, quería cazarlos, claro que yo no tenía garras ni la agilidad suficiente para hacerlo como mi gata, así que pregunté a gente (en aquel 1975 no existían los tutoriales) como cazan los humanos a los pájaros sin causarles la muerte, cómo se hacía para atraparlos y enjaularlos y así poder jugar con ellos en aquel alámbrico lugar y sopesé sobre las posibilidades que me contaron (no eran muchas) y finalmente me decanté por la más económica dentro de las más efectivas, me compré un tarro de Liria (un producto de pegajoso de color verde que, el otro día, el de los muebles de Segurana de Valderrobres me contó que se hacía con muérdago), la enrosqué (unté volteando en forma de rosca) en varias aspas de palos de unos 20 cm. y los puse en aquel árbol solitario cerca del Coll Baix y esperé mucho, pero no dio ningún resultado, para que esto funcionase bien me faltaba una cosa importante, un buen reclamo machuno (un enjaulado pájaro cantarín); en varios meses sólo logré capturar unos cuantos que vendí en la pajarería de la calle Cardona, fueron pocos, pero los suficientes para comprarme una escopeta de balines (de aire comprimido), necesitaba más acción, mi puntería era prodigiosa. A los 14, después de una cacería en una tarde de junio de 1978, decidí cerrar mi carrera armamentística. El detonante que me apartó de las armas: le disparé varias veces a aquella abubilla, me parecía inaudito que herrase en tantas ocasiones a tan corta distancia y con el tamaño considerable del bicho, además del llamativo color que tenía que indudablemente debía facilitar el acierto, yo disparaba y ella se alejaba un par de metros o cambiaba de árbol y así fui siguiéndola y acosándola y disparándole hasta que cayó de aquel almendro de los terrenos que estaban (quizá aún estén) detrás de la Lemmerz cerca de la casa del director de la Pirelli; y al verla en el suelo me dio mucha pena, el animal estaba acribillado a balinazos, no debí fallar ni uno de los 8 disparos que le lancé, tanta tristeza y arrepentimiento me embargó que decidí enterrarla (ese pájaro apesta), la enterré con un hueso de albaricoque, de vez en cuando me pasaba por allí y pensaba en ella, finalmente salió un árbol que vi crecer durante unos años. Cambié la escopeta por una guitarra.

    La Abubilla (el cucute, el puput), quizá por aquella experiencia, es un pájaro que siempre me ha llamado la atención, es de belleza singular, por aquí hay mucha (Matarraña), se puede ver a gran distancia, su plumaje y tamaño la delatan, es fácil de ver incluso en pleno vuelo entre los almendros, olivos o pinos, es inconfundible. Es bastante confiada, poco asustadiza, se deja contemplar a corta distancia, tanto posada en árboles como caminando por el suelo. Sus inconfundibles y llamativos colores no creo que le ayuden mucho para ocultarse de los veloces halcones, que también abundan por la zona y siempre están al acecho.