Hoy, al fin, he acabado de escribir las 19 historias del Matarraña. Cada una de ellas va acompañada de un dibujo a lápiz realizado por José Manuel Chamorro.
Este relato me lo contó Anastasio Caldú i Serrat, que nació en Valderrobres, pero que estuvo más de cincuenta años entre Londres y Sitges, y a los setenta y ocho regresó a su casa familiar, que está a las afueras, camino a Beceite. Era un señor mayor de una curiosa elegancia trasnochada al estilo Jaime de Mora y Aragón (los que no conozcáis esta curiosa elegancia y tengáis interés, buscad en internet fotos de cuerpo entero de Jaime de Mora y Aragón). A Anastasio lo vi por primera vez en Camins Serret, comercio que, anteriormente, era la librería Serret. Ahora, aquella destacada librería se ha reinventado, y en el establecimiento, aparte de libros, se venden vinos y cosas ricas del Matarraña y de las vecinas comarcas de la Terra Alta o el Baix Ebre, además de muchos mapas para senderistas y curiosos a los que no les agrada andar, pero les gusta saber por dónde andan. Anastasio le estaba contando, casi diría interpretando, una historia al librero vinatero, Octavio, sobre una nutria. Cuando acabó su relato, se despidió; pero, tras haber escuchado apenas el final de aquella exagerada representación, y dado que yo estaba en pleno proceso de recopilación de historias del Matarraña, no podía dejar escapar a aquel señor sin hablar con él. Me dio que tras ese cuerpo alto y delgado tenía que haber mucha información interesante, mucho pasado que contar. Cuando vi que salía de la tienda, me apresuré a pagar el Celtis Australis elegido y fui detrás de él. Digamos que la rapidez en el desplazamiento sin vehículo no era una de sus virtudes y logré alcanzarlo unos metros más allá de la tienda, o librería, o gourmetovinocartografolibrería. Le abordé, le mencioné que estaba buscando relatos propios de la zona, y que la historia de la nutria que le estaba contando al señor de la tienda me había llamado la atención, recalcándole que estaba verdaderamente intrigado por conocerla entera, ya que sólo pude escuchar el final, y de refilón. Directamente, le pregunté al galán si no le importaría contármela al detalle a cambio de una comida en el restaurante que él eligiese.
No solo no me defraudó, sino que, ciertamente, superó mis expectativas. Durante el tiempo de espera del primer plato y mientras lo comíamos, me estuvo hablando de cosas de su niñez; entre la espera del segundo y su zampamiento, me contó el porqué no volvió a Valderrobres una vez que se fue a estudiar a Barcelona en 1960; y en el turno del café y copa me deleitó con un puñado de cosas más, pero ni una palabra de lo de la nutria. No quise insistir en que cumpliese con el trato que habíamos hecho, el de la historia de la nutria por la comida; además, todo lo que me estaba contando me parecía muy interesante y mucho de ello ya me valía para escribir algo atractivo; pero, aunque en aquel momento aún no lo sabía, Anastasio era un hombre de palabra. Eso lo acreditó, en varias ocasiones, en los siguientes encuentros que tuvimos, y ese día fue la primera vez que me lo demostró: cuando te prometía o, simplemente, te decía que iba a hacer algo por ti o contigo, igual tardaba, pero siempre cumplía; y, finalmente, a media tarde, me contó lo del mamífero mientras tomábamos un English breakfast tea en su casa. Luisa, a la que Anastasio me presentó como Luisa Fernanda Lucien, mi ama de llaves sin servicio a sus órdenes, junto con el té, nos acercó unas pastitas, unos mini sandwiches de pepinillo y salmón, además de unos bollos de leche estilo brioches, unas mermeladas y una tarrina en la que había una especie de nata untable con textura de mantequilla. Cuando vio, Luisa Fernanda, siempre atenta en la distancia, que ya no hacíamos caso a lo sobrante, recogió la mesa y trajo unas copas Tulipa y una botella de Veuve Clicquot metida en una cubitera metálica rebosante de hielo picado. Resultó una fabulosa jornada, un día que tengo enmarcado entre los mejores de mi vida. Recuerdo todo lo que sucedió con gran agrado y, también, con melancolía por su ausencia. No por la ausencia de aquel día, es nostalgia por su falta, por la pérdida de Anastasio. Le echo de menos.
Creo que nos hicimos amigos, yo así lo consideré. De vez en cuando, le llamaba y me acercaba a su casa con alguna cosa rica y algún vino de la zona que normalmente compraba en Serret. Me encantaban sus historias, las sobremesas eran extraordinarias. A él ya no le gustaba salir demasiado ni mezclarse. A mí me parecía bien, era estupendo tenerlo para mí solo. La historia de la nutria me la contó en repetidas ocasiones, cada una de ellas con variaciones y nuevos matices. Aún me es fácil verlo, proyectando su grave y pausada voz de acento incierto, e interpretando como si en un teatro se encontrase. Allí, de pie, gesticulando, explicando de forma barroca, relatando con rodeos los detalles, sentires y ensoñaciones que la historia precisaba. Voy a intentar contarlo, más o menos como él lo hacía, o así como lo recuerdo (nunca saqué la grabadora en su casa).
Cruzar el puente que te lleva al Casco Viejo de Valderrobres es hermoso, vadear el río que le da nombre a la bella comarca sobre ese desgastado empedrado, avanzar por ese puente medieval es una sensación especial, pero, con temperatura agradable y al atardecer, es verdaderamente mágico. La mañana fue algo calurosa, pero el final del día, después de ausentarse el vientecillo que muchas tardes llega del Mediterráneo, nos regaló un atardecer de temperatura agradable. Decidí arreglarme el bigote, ponerme las gafas y los guantes de conducir, y coger el Ford Capri Cabrio del 89 para acercarme a Valderrobres. El Golf G60 Limited del 91 no me pareció adecuado para tan buena tarde, y con la Norton Commando ya no me atrevo. Aparqué en el parking de la calle Elvira Hidalgo, que queda muy cerca del Casco Viejo, porque para turistear y verdaderamente gozar de lo que te da este lugar, hay que empezar el recorrido por su puente de piedra. Pienso que la primera impresión siempre te condiciona cualquier visita, y ésta es una primera impresión magnífica. Una vez cruzado el Portal de Sant Roc, y frente a la maravillosa plaza del Ayuntamiento, cualquier dirección que decidas tomar es garantía inequívoca de gozo visual, cien rincones afloran satisfactorios en cualquier lugar del municipio medieval. Para mí, además, están llenos de recuerdos, y si subes y subes, inexorablemente tendrás que llegar a su vistoso castillo, de forzosa visita y, por su inmejorable ubicación, de espectaculares vistas del entorno.
Hoy he tomado la siempre acertada decisión de ir a pasear por el pueblo; aunque, por lo sucedido, por lo visto, por lo gozado y por mi edad, finalmente se me hizo tarde para cruzar el puente de piedra. Como iba contando, el viento de la tarde que llegó del Mediterráneo, como muchas otras veces, se ausentó dejando un atardecer templado y muy agradable. Me detuve un momento en la mitad del puente y me asomé para contemplar las aguas del Matarraña, como vengo haciendo desde que volví al pueblo, como hago cada vez que me dispongo a entrar a la villa; pero hoy me he embelesado con algo que nunca antes había visto, o por lo menos no recuerdo. Hoy divisé una nutria juguetona o hambrienta, me han faltado datos para ponderar si su histérica actividad era debida al ocio o al hambre. Es algo clásico en mí, algo habitual en muchos asuntos, mi falta de datos. Se han encendido las farolas y ya no la veo, y eso que he despachado mi coquetería y me he vuelto a poner las gafas de conducir (de ver). A mi edad, sin gafas, la falta de luz me convierte en un cegatón indisimulable. Al estar sin compañía, no me importó ponerme las lentes e intentar localizar al mamífero de pequeñas patas y larga cola. Aquí estoy, asomado, quizá se acerque al alumbrado; no, no puedo seguir disfrutando del movido animal que aún está, seguramente, con su vaivén, orilla río, nado buceo. Me quito las lentes, lo que a la vista de los demás, pienso, me rejuvenece, y vuelvo a casa. Hoy no voy a cruzar el Portal de Sant Roc que lleva a la maravillosa plaza del Ayuntamiento. Hoy no voy a adentrarme en el pueblo, no pasearé por sus empedradas y fantásticas calles. Hoy no voy a disfrutar del paseo valderrobrense. Esa acrobática peluda me ha engatusado. Claro, que haberla visto tampoco es algo común. No me importa que se me haya pasado el tiempo en ello. Valderrobres no se va a mover, ni las escaleras que llevan a la iglesia de Santa María la Mayor, en las que me siento para ver si recupero el resuello. Si fuese más joven, me aventuraría, incluso me quedaría a tomar algo. Hoy me voy, mañana será otro día. Me doy la vuelta, camino en busca del Capri. Llego de nuevo al principio del puente, zona fronteriza donde comienza lo nuevo. Como siempre, desde que cumplí, ya hace algunos, esos incómodos años, desde que la vida me ha domado, desde que regresé a mi lugar para ya nunca volver a escaparme en vida, al acabar el puente, antes de entrar en lo nuevo, me giro para mirar esa divina estampa y me veo corriendo en pantalón corto junto a Manuel Insa, nostálgico vistazo. Me gusta refrescar esa imagen, no la de los niños corriendo, ésa sé que no está, eso es pasado, hablo del presente, aunque la conozco muy bien, es una visión que nunca me deja tibio y me llevo, por si acaso, en mi corta memoria inmediata las iluminadas casas reflejadas en el río y el centenario e iluminado castillo que destaca sobre el fondo oscuro de los tejados de mi pueblo. Mañana volveré más temprano. Hoy, en mi soledad, abriré una botella de la zona, no sé si la de Gewürztraminer o una que tengo de Syrah y Garnacha, o una de esas del Mas de Torubio que me trajo Ángel. Nunca le dije a Brandon donde nací, ni nunca vine con él hasta aquí. En ocasiones, actuamos sin sentido, pero eso ya no tiene remedio. Lo malo es que con la edad los recuerdos te visitan y te piden explicaciones. Qué mala fortuna los que se vayan de este mundo sin haber visto, aunque sea sólo por una vez, Valderrobres.
Anastasio Caldú i Serrat murió por una complicación de una neumonía causada por la covid-19. Está enterrado en el cementerio de Sitges junto a su último amor, que nunca conoció Valderrobres.