Dormí de forma irregular, me pasé media noche soñando que corría junto con mi mascota maloliente delante de una fiera selvática, me levanté tarde y agotado. Eran más de las cuatro de la tarde cuando decidí mover, después de una buena comida y un té. La Pobla me esperaba, tenía que encontrar una nueva historia, pero antes de partir quería despedirme de Joana y Miquel. Los busqué un buen rato pero no pude dar con ellos, se me estaba haciendo tarde. Finalmente, no pude darles dos besos, lo hago desde aquí, espero que lo leáis.
Sólo llegar, entablé conversación con los hermanos Maria y Miquel Pujol, que estaban cerca de donde dejé la bici, les pregunté dónde cenar y alojarme, hoy ya no me daría tiempo de proseguir mi ruta. Además, hasta el sábado, que es cuando tenía que estar en Berga, me daba para ir haciendo sin estresarme. Ellos, en ese momento, casualmente, iban al Castell a lo que llamaron darse una fiesta golafreda. Me dijeron que allí también se podía dormir y que incluso tenían jacuzzi. No me lo pensé dos veces, después de tanta esterilla, y la noche anterior que la pasé huyendo de un jaguar, no me vendría mal darme un homenaje.
Me apunté a la fiesta golafreda, fue un acierto. Los hermanos Pujol me contaron múltiples historias; por ejemplo, cómo fue la cosa para que Gaudí diseñase esos magníficos jardines al estilo del parque Güell en su pueblo, y, aunque es un relato muy bueno y seguro que da para escribir algo interesante, esta historia se puede encontrar en cualquier guía turística y estaba intentando dar con cosas menos conocidas, más singulares. Al fin, me contaron una que reunía todas las características que estaba buscando, incluso más de las esperadas, y ésta es la que voy a relatar.
Me estaban hablando sobre los puentes que hay en el término municipal. Empezaron a detallar sobre el Pont Vell, el más antiguo que hay en todo el Llobregat, espectacular puente de piedra de un solo arco; me dieron datos sobre su necesaria restauración en 1984, recordaron un montón de anécdotas que habían vivido sobre, bajo o alrededor de él y, de repente, la conversación viró a cebos para la pesca de la trucha, concretamente sobre el arte de la fabricación de la mosca seca, tanto Maria como Miquel son experimentados pescadores. Fue hablando de las moscas artificiales cuando Miquel nombró aquel popular pescador, el Marc, para ellos un mito –de un solo vistazo bien echado, se le puede identificar, es reconocible en el río a larga distancia, es el único pescador que va con un sombrero de cowboy-. Miquel contó que su leyenda empezó a labrarse por la cantidad de truchas de gran tamaño que lograba sacar debajo del puente, lugar en el que casi nadie clavaba ninguna trucha y mucho menos esos grandes ejemplares que se pueden ver desde arriba; en todo caso, algún atardecer, alguien ha sacado alguna de tamaño discreto. Los Pujol se emocionaban al contar que Marc es el único pescador que había logrado dar con la mosca adecuada para atraer aquellos viejos peces, cebo que nunca ha desvelado a nadie -siempre que le han preguntado saca de su chaleco unas Caddis despeluchadas y dice “con éstas”; el Marc es un tío con mucho sentido del humor-. Pero no estaba todo dicho sobre aquel reputado pescador. Tomó la palabra Maria Pujol y me contó la historia que elevó, años atrás, a aquel hombre a la categoría de héroe entre los pescadores; me relató, al detalle, la proeza con la cual Marc Prat Cases se convirtió en un superhombre entre el grupo de gente que vio aquella hazaña, y en mito entre los pescadores de la zona (puse mi Tascam a grabar). Maria fue testigo de aquella gesta que ahora pasaré a redactar más o menos como ella me la contó; por supuesto, como siempre, añadiendo un puntito novelesco al asunto (poco). En esencia, la cosa fue así:
Amaneció soleado. Me levanté temprano y decidí subir a comprar unas cositas a Andorra. Antes de las nueve, pasaba de nuevo por la Seo de vuelta a la Pobla. Eran las diez menos diez, cuando le vi desde la carretera, inconfundible sombrero marrón en el Llobregat, ahí estaba el tío unos cientos de metros más arriba del Pont Vell a cucharilla, su especialidad. El Marc anda hoy por aquí. Como en otras ocasiones, decidí pararme a observarle, orillé el coche, me bajé de él, anduve hasta el camino del río, uno que va bordeando hasta el pueblo, me quedé varios metros detrás para no molestarle, pero a suficiente distancia como para tener una buena vista de sus movimientos, es un disfrute ver el manejo milimétrico que tiene del lance; aparte de su puntería, que es verdaderamente precisa, destaca la suavidad con la que hace entrar el señuelo al agua; es único, siempre sabe como colocar la cucharilla a la distancia adecuada para pasársela por el morro sin asustarla; está claro, está utilizando una Mepps plateada del 2. Me agacho, no quiero que me vea, me alucina cómo va ganando metros, poco a poco, con regular y paciente cadencia, cada dos o tres pasos un par de precisos lanzamientos. Hoy está trabajando (pescando) a poco menos de un metro de la orilla. Allí, dentro del río, a contracorriente, el caudal es extraordinario y furo debido al deshielo y las lluvias de la noche pasada. Me fijo en el cinturón ancho de cuero marrón a juego con su sombrero sobre el verde vadeador de neopreno, correa hebillada que siempre lleva para ajustar el vadeador a su cuerpo a la altura del pecho. Siempre pensé, hasta ese día, que eso lo hacía por si se resbalaba y caía al río; en caso de accidente, este cinto evitaría que el vadeador se llenase de agua, no sería el primero al cual los litros dentro del neopreno no le dejasen salir a flote. Aquel día, fui consciente de la importancia de llevar este cinturón; desde entonces, yo también ajusto mi vadeador con una correa de hebilla fuerte. La caña de carbono se dobló de manera exagerada, el freno del carrete silbó por unos pocos segundos (el silbar del freno de un carrete es indicativo de que va saliendo hilo de él por el tirar de una captura; es un sistema que regula el propio pescador a su gusto para evitar que, al tirar, el animal parta el sedal). Al dejar de sonar, el Marc empezó a recuperar hilo a gran velocidad, la línea estaba floja sobre el agua, quizá había perdido la captura o se había roto el sedal. Silencio, momento de incertidumbre. De repente, la caña volvió a encorvarse, la trucha había dado un giro de 180 grados y emprendió una rápida carrera a favor de la corriente. Marc también viró en el mismo sentido, el silbar del freno del carrete era frenético, tiene que ser un animal de gran tamaño, en dos segundos tiene que elegir (el Marc) romper el sedal o quedarse sin hilo. La mejor opción es siempre romper, poner otra cucharilla y a seguir pescando; siempre fastidia dejar escapar una captura, pero ésta es una batalla perdida para un hilo de 0,16mm, que es el que solía utilizar el Marc; pero, para mi sorpresa, él encontró y optó por una tercera vía: entrar a muerte, y digo a muerte de verdad. Hay que estar o muy loco o muy picado por el veneno de la pesca para pensar que se puede ganar esa batalla. Ya le quedaban pocos metros de linea (sedal, hilo, nailon) en el carrete, unos segundos más y el último trozo de hilo saldría desapareciendo río abajo y se acabaría la historia; pero aún le dio para reajustarse bien el lazo de su sombrero a tope bajo su barbilla, antes de lanzarse al agua; el carrete dejó de silbar, le dio a la manivela recuperando unos metros de sedal. Marc estaba en medio del río, la cabeza por fuera, el brazo derecho sujetando la caña en alto, de vez en cuando con la izquierda recogía hilo, estaba claro que este animal no se iba a rendir fácilmente; cada poco, el freno volvía a silbar. Me puse a correr por el camino, siguiendo su loca carrera tras la trucha, no quería perderme detalle, la agilidad de Marc era fuera de lo normal, es como si lo hubiese practicado toda la vida. Llevaba los pies por delante y con ellos iba golpeando las rocas que se le venían encima, era una cosa increíble. De su cuerpo, solo se veían las puntas de las verdes botas por delante, y su cabeza erguida con aquel sombrero marca de la casa, por detrás. Yo seguía corriendo tras él siguiendo aquella proeza. De repente, éramos más de cinco los que le seguíamos, lo adelantamos y subimos al puente, vimos su pasar debajo del Pont Vell, ya éramos más de siete. Me quedé con su azulados ojos, allí estaba escupiendo agua, pateando las rocas para no romperse la crisma y atendiendo al sedal para que tuviese en todo momento la tensión justa. Esa agitada lucha contra la trucha en este furioso río hubiese desquiciado a cualquiera, pero su mirada no parecía la de una persona desesperada, sino que era una mirada fría y calculadora, concentrada en la batalla. El grupo perseguidor de curiosos ya éramos once, cuando finalmente el carrete dejó de silbar kilómetro y medio de río más abajo; aunque parecía que el pescador era el ganador aún no se relajó: aquel animal podía despertar en cualquier momento. Marc siguió con los pies por delante y la cabeza erguida por detrás, aún alerta. Hasta que no estuviera fuera del agua, sabía que corría peligro. En seguida, se dejó llevar (el Marc); sólo algún golpecito de ayuda para ganar la orilla lo antes posible, aunque, gran conocedor del río, sabía que tarde o temprano la propia corriente lo devolvería a la orilla; con los pies por delante golpeó las últimas piedras antes de llegar a tierra firme. El animal no volvió a pelear, al fin se detuvo (el Marc) unos diez metros delante de nosotros. Vimos cómo se ponía en pie, seguía con el brazo sujetando la caña en alto, se agachó, metió la mano izquierda en el agua, levantó al pez de una de las agallas y nos mostró la mayor trucha jamás vista en la Pobla de Lillet. Fabulosa hazaña. Aquel día, no entendí muy bien aquella tercera opción, pero supe captar la belleza del momento. Aquella visión me ha acompañado toda la vida, cada vez que paseo o pesco por la zona, recuerdo a aquel hombre chorreando, saliendo del río con su sombrero de cowboy perfectamente ajustado a su testa, sujetando aquella hermosa trucha. Su joven rostro era el de una persona agotada, pero con una sonrisa radiante que delataba su satisfacción. Aún me parece oír las voces de todos los perseguidores acercándose al joven, los gritos de felicitación, las palmadas en la espalda, las manos de Carme con sus uñas rojas cereza aflojándole el nudo y quitándole el sombrero. Fue la primera vez que lo veía sin sombrero, la primera vez que vi su preciosa melena rubia, joven y guapo, nunca le había visto tan de cerca. Pero lo que más me estremece de estos recuerdos y, en ocasiones, aún suelto unas lágrimas al rememorarlo, es cuando aquel Marc de no más de veinticinco, acercó el animal a su rostro y lo besó, ese beso acalló nuestro griterío, un místico silencio se apoderó del momento, incluso dejé de escuchar el estruendo acuático del Llobregat. La sensación era como si hubiesen quitado el sonido al mundo y sólo hubiesen dejado la imagen; todas nuestra miradas se centraron en lo que estaba haciendo el joven. Desclavó la cucharilla y, seguidamente, sumergió al pez en el agua, ofreciéndole la libertad (¿ritual?), él, arrodillado, acariciaba la panza de la trucha, ella no parecía querer irse. Unos segundos después, con un suave movimiento de su cola se alejó, lentamente, hasta desaparecer en su río.
Nunca he sido aficionado a la pesca, pero eso me pareció algo digno de un gran hombre. ¿Qué raro misterio le llevó a perseguir a la trucha, llevado a la deriva por aquellas aguas bravas, como si el animal fuese el que condujera al hombre, como si el pez intentase ahogar al pescador, acabar con él? No entendía nada. Siempre había pensado que pescar era algo que se hacía desde la orilla fumando en pipa. Aún hoy, se me escapa cuál fue la fuerza que llevó a este muchacho a tirarse al río, jugándose la vida, para conseguir una trucha, a la cual devolvió la libertad (en aquellos años no era un coto de captura y suelta).
Dormí de tirón, ni jaguares ni mofetas. A las siete, estaba desayunando. Decidí pararme sobre el Pont Vell para ver aquellos ejemplares de trucha que siempre andan por allí, y ¡cuál fue mi sorpresa cuando vi abajo a un hombre con un sombrero de cowboy marrón sacando una trucha de buen tamaño! Al ver la imagen, me sobrecogí, no podía ser otro que él. Bajé y le abordé: “¿eres Marc Prat Cases?”. Me respondió que sí, se encendió un Lucky, se quitó el sombrero, su pelo era blanco como la nieve, me fijé cómo era la mosca en la cuál estaba enganchada la fario, y, como no entiendo, no puedo asegurar si era una Candis, pero lo que sí puedo decir es que estaba muy falta de plumaje. Le pregunté, y me desveló, el verdadero secreto de su éxito debajo del puente de un solo ojo de la Pobla de Lillet. Aún me estoy riendo de su respuesta, pero no pienso revelarla: el que quiera saberlo que le pregunte. Quizá, al no ser yo pescador y además forastero, me desveló aquel secreto; o, a lo mejor, con los años, aquello había dejado de ser un secreto. Quizá había dejado de tener importancia para él.